Estaba
despechado, algo muy curioso tomando en cuenta que nunca estuve en una relación
en primer lugar. Conducía todo el día sin rumbo, haciendo un par de carreras
para ganar dinero, y el resto del tiempo paseando por las carreteras. No había
regresado a mi casa en un buen tiempo, su imagen, esos preciosos rasgos que
como pictogramas decoraban mis paredes harían decaer mi resolución.
No
iría más a aquél edificio azul, no iría de nuevo a buscarla. Aunque
esporádicamente me rendía y deambulaba por sus cercanías preguntándome por ella
¿Qué estaría haciendo? ¿Seguiría igual de bella?
No
podía seguir haciéndome esto, tenía que cortar esta pasión de una, arrancar esa
flor que había enraizado en mi cuerpo, y dejar que las heridas de las espinas
sanaran suavemente sin dejar marca.
Era
de noche, la mejor hora del día, donde la quietud de las calles arropadas por
la oscuridad contrastaba perfectamente con el ajetreo del día, había muy poca
gente que como luciérnagas pululaban por los caminos. La lluvia empezó a caer como
el cliché de una película, espantando cada forma de vida. Se acercaba esa época
del año en donde las nubes luchaban para ocultar el sol y el cielo regaba un
llanto constante.
El
arrugado papel ahumado de las ventanas hacía que la luz de los faroles parecieran
pequeñas brillantes telarañas interconectadas, y yo un pequeño insecto que
recorría las líneas de entretejida seda esperando no quedar envuelto en ella,
en esta ciudad, en este país, en esta enmarañada trampa que la araña hizo para
distraerme.
Un
llamado de la radio “¿Quién para el hotel
anemona?”, nadie contestó. Nuevamente “¿Quién
para el hotel anemona?”. Usualmente cuando llueve, la gente como copos de
azúcar desaparece de las calles, nadie sale, ningún taxi está libre “¿Quién para el hotel anemona?”. Tomé el
llamado, quizás podría ser de ayuda para unos pobres amantes atrapados por la
tempestad. En el juego del amor los perdedores a veces debíamos ayudar a otros
a seguir en la partida.
Surqué
el río desbordante en dirección al hotel, sumamente cerrado y con mucha
seguridad, el sitio perfecto para no ser atrapado en una infidelidad. Un
letrero de neón con el nombre del lugar y la flor sanguínea se difuminaban bajo
las constantes gotas de agua.
Anemona
roja, nacida de la sangre de Aquiles, la flor de la muerte. Un mal presagio,
nada erótico en mi opinión. Me detuve frente al hotel a esperar a mis pasajeros
con la constante idea de que debía dar media vuelta y acelerar al máximo.
Dos
figuras corrían entre la lluvia hacia el carro, un hombre de unos veinte años,
cabello de oro y ojos verde pradera, detrás de él una figura menuda escondida
bajo un grueso sweater de algodón entra en el carro.
– Ves, te dije que tendrían taxis–. Esa voz, una voz que me persigue en
sueños susurrando mi nombre. Debí huir cuando pude ¿Qué maldito Destino se
encarga de tejer mi tapis? Scarlett estaba aquí deslumbrante como siempre,
sentada en los cojines de atrás del carro, mojada por la lluvia, con los labios
hinchados y el pelo esparramado por las caricias.
Los
podía ver juntos, a ella y a ese niño dorado, dos soles compartiendo su luz,
iluminando un cuarto, segando al pudor. Ya eran dos con los que se compartía,
dos que como yo eran unos entre una playa de granos de arena.
– Sí, creo que me quedaré con el número ¿Pero estás
segura que no quieres que te acompañe a tu casa? – Le pregunta al muchacho.
– No te preocupes, yo siempre tomo esta línea de taxis.
Es de confianza. Es más este señor me ha llevado a la uni en más de una ocasión.
“Señor”
como si fuera un anciano, a lo mucho le llevaría tres años. Ella misma incluso
me había dicho una vez que era muy joven, aunque una miserable y patética
parte de mí se sentía extasiada por el simple hecho de que me reconociera.
– Pero es que no se siente correcto que te vayas sola.
– Tranquilo Tom, no hay inconveniente. Además no quiero
que de casualidad nos vea llegar mi mamá y se forme una idea errónea de
nosotros.
Tom sonrió y la miró de arriba a bajo.
– ¿Qué tan equivocada podría estar en sus conclusiones?–. Arremetió contra ella y la desgarró
con un fuerte beso. Un suspiro ahogado tanto de sorpresa como de pasión se fugó
de su garganta.
Mis
nudillos estaban cadavéricos apretados al volante, quería separarlos, no
aguantaba más ver como re entregaba a otros, como emana su sexualidad para que
cualquiera la exhalara. Quería cercenar mis ojos, cegarme. Pero como en un
trance no podía despegar los ojos de la pareja reflejada en el espejo, como si
pudiera sentir todo el peso de ser observada ella abro los ojos, nuestras
miradas se encontraron a través del
retrovisor. Forzosamente terminó el beso con el joven, quien no parecía
darse cuenta de su incomodidad, aun sonriendo me dijo su dirección.
Manejé
con rapidez para llevarlo a su destino, no quería verle más la cara a ese niño
bonito. Él era un reflejo, un reflejo de lo estúpido que era, porque al igual
que él me había dejado seducir por esa belleza ofrecida, de esa musa maldita
que era emperatriz de mi cabeza, mi razón y mi arte.
El
silencio reinó en el carro, hasta que finalmente llegamos a la parada del
chico.
– Escríbeme cuando llegues a tu casa–, le pide a la muchacha y nuevamente
le roba un beso endemoniado.
– Lo haré, a dios–. Se despiden, me paga y finalmente el tal Tom baja del
carro.
Arranqué
y sin que siquiera tuviera que decírmelo me dirigí hacia su dirección. Las
murallas de gélido silencio se levantaron otra vez, podía ver pequeños pétalos
caer del techo del carro, pétalos rojos, anemonas rojas creciendo por doquier.
La muerte del amor, un crimen pasional.
– Los amo a los dos–. Soltó de pronto Scarlett en tono suplicante.
– ¿Disculpa?
– A Maia y a Tom. Los amo a los dos, sólo que de forma
diferente. Pero es amor.
– ¿Amor? Tienes una concesión muy afrancesada de lo que
el amores–. Comenté con desdeño. Ella encajaría tan bien en las calles
parisinas, rodeadas de artistas a los que hechizar e inspirar. La luz de las
farolas jugando con los brillos de sus cabellos y su paso resonando en el
apedreado como tambores de samba. Bebiendo café y fumando un cigarrillo extra
largo en una pequeña y adorable cafetería.
– El amor es amor y no puede ser juzgado.
– Yo no te he juzgado, ni mucho menos.
– Mientes, conozco esa mirada. Sé perfectamente cuando
alguien me está juzgando, lo vivo a diario. Así me mirabas, con la sentencia
grabada en la profundidad de tu cornea–. Pero ella se equivocaba, nunca la juzgue. Celos, eso
era lo que a fuego lento hervía en mi interior como si de un volcán se tratara,
eso era lo que estaba tatuado en mi mirada.
– Yo no soy nadie para juzgar –. Sentencié– Si tu amor es puro y verdadero
¿Entonces qué es esta necesidad de justificarte frente a un pobre taxista?
– Todos son “Alguien” a la hora de juzgar. Y sí, es amor,
pero un amor egoísta, un amor sin sentido ni idea–. Sus ojos se empezaban a nublar. Ella como hace tiempo
yo necesitaba la tranquilidad del consuelo.
– Muy poco sentido le puede encontrar al amor de otro
quien no está enamorado en sí–. Le
ofrecí. Eso le robo una sonrisa, ya
estábamos llegando. No quería que este altercado terminara, ella le dio vida a
este inanimado títere, lo notó, lo hizo real.
– Tienes razón en algo-, me concedía. Estábamos parados enfrente del edificio
azul–. Tengo una concepción muy
afrancesada del amor. Yo debí nacer ahí. Sería tan feliz en la ciudad de la
luz.
– Somos dos.
Vuelve
a sonreír y rápidamente como si de una ilusión se tratara plata un beso en mi
mejilla, susurrando un “Gracias”, me da el dinero y desaparece dentro del
edificio azul.
Ella
se va, dejando atrás un corazón destrozado pero aún palpitante, que murmura su
nombre con cada latido. Un corazón que regresa a casa sin importar cuanto lo
persiga su imagen. ¿Y la flor? Apretó sus raíces negándose a ser arrancada.
Una
camelia escarlata entre un montón de anemonas sanguíneas.